lunes, 16 de febrero de 2009

ARGENTA (Parte 1)

Y los Señores llegaron a nuestro mundo. Y nuestra vida ya no fue la misma. Lo que guardaban las entrañas de nuestra tierra resultó una maldición para mi pueblo. El mineral, del que ignorábamos su existencia, al descubrirse sus propiedades y aplicación en diferentes tecnologías, atrajo la codicia de personajes siniestros. Nuestros dirigentes, ingenuos al pensar que los Señores los harían partícipes de sus ganancias, permitieron que éstos instalaran sus ciudadelas y comenzaran a extraer y exportar el preciado elemento. Firmaron extensos contratos concediendo exenciones y reducción de gravámenes, pero pronto se vio que los Señores no estaban dispuestos a pagar lo que podían tomar. Además, para reducir costos, era preciso contar con mano de obra barata, diríase esclava, por lo que era sumamente necesario un sistema opresivo que pudiera controlar a la masa de trabajadores y evitar desmanes.
Cuando los Señores tuvieron en sus manos el poder real, nuestros dirigentes de poco servían. Algunos se exiliaron, otros desaparecieron y el resto pasó a engrosar las filas de obreros que descendían día a día para arrancar de las profundidades lo que sustentaba el progreso y bienestar de unos pocos. Nuestro mundo fue dividido y organizado como una factoría. Cada comarca tenía al frente a un Señor, el cual ostentaba un poder absoluto basado en la fuerza y el terror impuesto por sus armas.
En nuestra comarca, Perlanda, quien decidía sobre los destinos de la gente era Remo Sarbini, un déspota que se había autoadjudicado el título de conde para revestir de pseudonobleza su pasado oscuro de traficante.
El conde Sarbini regía con mano dura sus dominios, con un régimen cuasi feudal que le permitía obtener beneficios cuantiosos para su familia y allegados. No dudaba en decidir matanzas, ni le temblaba el pulso al ordenar torturas. Al fin, luego de mucho batallar, tenía su propio reino en miniatura, el cual le iba a permitir vivir en el lujo hasta el último de sus días y asegurar a sus descendientes la prosperidad.
Pero claro, el costo de ese enriquecimiento debía ser necesariamente pagado con la sangre de los nuestros. Y no todos iban a estar dispuestos a dar su vida para aumentar la riqueza de los opresores. Comenzaron a organizarse células de resistencia que, en un principio, no resultaban un obstáculo para los fines de los tiranos, pero poco a poco, pequeños logros se sucedieron. Éstos alentaron a los rebeldes que, viendo que el régimen podía resquebrajarse, siguieron sumando adeptos a su causa, convirtiéndose en una fuerza que ya no podía ser ignorada por los Señores.
En Perlanda, quienes conducían la revuelta eran Argenta y Aníbal, una pareja de jóvenes rebeldes que se habían conocido en la lucha contra el conde. Eran carismáticos y audaces. Temibles en la batalla e insuperables en la intimidad. Se amaron desde un primer momento y luchaban no solo por necesidad, sino para construirse un futuro, donde nuestro pueblo tendría el control de los recursos. Se tenían uno al otro, ya que ambos habían perdido a los suyos bajo la tiranía de Sarbini. Eran respetados, reverenciados y éxito tras éxito, veían declinar el poderío del déspota.
Sus comandados los habían bautizado como “Los dorados” y ya constituían un serio obstáculo para los designios del conde. Habían escapado a innumerables trampas y día a día se hacían más fuertes. No pasaban la noche en un mismo lugar y sus victorias alentaban la esperanza del pueblo oprimido.
Pero no contaban con la traición de Ismael. Éste era un aguerrido lugarteniente de Los dorados que había dado sobradas muestras de valentía e iniciativa y sobre el cual descansaban muchas decisiones tácticas. Sin embargo Ismael tenía un punto débil bajo su coraza: estaba perdidamente enamorado de Argenta. Y aunque ésta lo había rechazado tierna y sinceramente, rogándole que mantuvieran la amistad, Ismael no acusó la negativa y persistió en su interés por la muchacha. Llegado a un punto insostenible, Argenta confió la situación a su amado Aníbal, quien reclamó explicaciones a su entonces amigo. Ismael convino en dejar de insistir y las cosas parecieron quedar resueltas. Pero en el interior del lugarteniente comenzó a gestarse un ansia de venganza, alimentada por el rencor y el despecho.
Al contar con la confianza de Los dorados, sabía donde pasaban la noche, ya que debía informarles sobre cualquier imprevisto. Debido a diferentes circunstancias, propias de la contienda, solía suceder que Argenta y Aníbal ciertas noches lo pasaran en distintas locaciones, separados uno del otro. Ismael aguardó pacientemente a que sucediera una situación de éstas e hizo llegar al enemigo información sobre el paradero nocturno de Aníbal. Su idea era sacar del medio a su comandante, para así ocupar su lugar al frente de los rebeldes, ya que era su sucesor natural, pero a la vez tener el camino libre para conseguir el corazón de Argenta.
Pero sucedió lo impensable. Esa noche, Los dorados habían cambiado sus planes. Decidieron que pasarían juntos la velada y no confiaron a nadie su resolución, por lo que cuando el grupo comando enviado por el duque cayó sobre el refugio, quien los comandaba no ocultó su satisfacción al notar que el premio había sido doble y que un seguro ascenso coronaría la operación.
La pareja de rebeldes fue conducida ante el duque Sarbini, quien no podía contener su regocijo ante tamaña suerte, pero también notó que un cosquilleo interno surgía al cruzarse su mirada con la de Argenta. Percibió bajo el maltrato a la que había sido sometida, la belleza de la muchacha y no escapó a su atención el nexo invisible que unía a estos dos seres. Suponiendo desmembrada la rebelión, meditó sobre las medidas a tomar con la pareja de insurrectos, pero cuando levantó la vista y volvió a observar a la muchacha, supo que el destino de Aníbal estaba marcado. Llamó al jefe de los comandos y le ordenó la ejecución del líder rebelde. Ya lo estaban trasladando, cuando el duque detuvo a los guardias y aclaró que su orden debía ser cumplida en ese momento y en ese lugar, a la vista de todos y sobre todo de Argenta. Ante los gritos desgarradores de la muchacha, Aníbal fue obligado a ponerse de rodillas y el filoso cuchillo del mercenario se apoyó en su garganta y en un instante, la vida se escapó como una exhalación del cuerpo del desgraciado joven.
Un sonido de ultratumba salió del interior de Argenta y fue sostenido hasta quedarse sin fuerzas, mientras sus enormes ojos pasaban de mirar con enorme tristeza el cuerpo sin vida de su amado, a posarse con tremendo odio en la faz de Remo Sarbini, quien ya había acordado dejar con vida a la joven, como símbolo de su victoria y para no tener más de un mártir que alentara nuevas revueltas.

Los años pasaron y el ducado de Sarbini logró consolidarse. Aunque la insurrección persistía, ya no eran tantos los logros como en la época de Los dorados. Ismael había asumido la dirección de los rebeldes, pero pese a su coraje y decisión, al no contar con la impronta de Argenta y Aníbal, sus conducidos sufrían un déficit psicológico que solo la pareja hubiera podido subsanar, con su vitalidad y carisma. Aunque nunca nadie supo de la defección de Ismael, éste vivía su infierno interno. No había día que no lamentara su propio accionar y lo único que deseaba era rescatar a Argenta, para así redimirse. Sus acciones eran casi suicidas, como buscando la muerte que lo liberara de tamaña culpa. Hasta que en un desesperado asalto a la ciudadela del duque halló su trágico fin. Se dice que, antes de expirar, se le oyó pedir perdón a Los dorados.
Argenta, por su parte, se dedicaba a sobrevivir y a esperar la oportunidad para escapar de su cautiverio. El duque, en un principio, la había tomado como compañera nocturna pero, con el tiempo y al no conseguir ganar su afecto, la había destinado a tareas de limpieza en la ciudadela. Aunque controlada, contaba con cierta autonomía que le permitía trasladarse por dentro de la fortaleza y sus ojos registraban cada detalle que le permitiera, en un futuro, utilizarlos en su provecho. Así, cierta mañana, estaba en sus menesteres en la sala principal cuando irrumpió el duque, quien al verla, olvidó por un momento el motivo de su llegada al recinto. Argenta, pese al tiempo transcurrido, todavía conservaba intacta su belleza y bajo su uniforme de trabajo y pese a los rigores a los que había sido expuesta, se notaba esa vitalidad propia de quien ve la vida para atraparla, no para que ésta le pase de largo. Sarbini se acercó a la mujer y le dijo:

(Continuará)

lunes, 9 de febrero de 2009

REVOLUCIONARIOS

Somos propensos a categorizar todo, y sobre todo los recuerdos. Ubicamos en determinadas edades una u otra experiencia vivida. Pero, indudablemente, es en la adolescencia donde se empieza a formar nuestro carácter, es el ámbito por excelencia forjador de nuestra futura personalidad. Es cuando dejamos de ser niños y comenzamos los trámites para madurar. Lo que sucede en esos años clave nos marcará con su impronta para siempre.
La sociedad también utiliza a las categorías, más aún para analizar su pasado. Edades, períodos, siglos determinados…, décadas. Se habla de una “Generación del ‘80” (1880), de la “Década infame”, de los “Setenta”.
Hubo variedad de cambios y acontecimientos que supusieron una bisagra en los años que nos convocan. Cambios sociales, culturales y políticos. Asimismo creo que, no necesariamente, cada década debe estar acotada en diez años exactos. Pienso que, en nuestro país, la década del ’70, políticamente hablando, se extiende desde “El Cordobazo” (1969) hasta la derrota en Malvinas (1982).
Ahora bien, en nuestro caso (los setentosos), la fase de inicio de la madurez coincide con un período de tiempo apasionante, donde las características personales tuvieron su génesis dentro de un contexto rico en experiencias formativas.
Tal el caso de la iniciación en la política…

En el año 1973, con trece años, comencé la secundaria en un colegio estatal de mi barrio. No solo había un cambio en la vestimenta (saco y corbata por delantal), sino también de postura ante los demás. El ambiente político de la época estaba en ebullición: en marzo habían sido las elecciones que habían consagrado al “Tío” Cámpora como presidente, aunque hasta el más dormido sabía que era Perón quien daba las directrices. El 25 de mayo asumió el nuevo gobierno, terminando con la pretendida Revolución Argentina con, en ese entonces, Lanusse a la cabeza.
A los pocos días ingresó, en plena clase de Instrucción Cívica, el representante del Centro de Estudiantes solicitando permiso para hablarle al curso. El profesor (un “gorila” solapado) accedió a regañadientes, para mi beneplácito. Hacía unas semanas me había colocado dos amonestaciones por silbar la marcha peronista en el aula y me regocijó ver su cara congestionada por la intrusión del delegado.
Éste nos informó de que se iba a convocar a una asamblea debido a los acontecimientos que se venían dando en todo el país (toma de colegios), por lo que se necesitaba que cada curso eligiera a dos delegados para que asistieran en su representación y así determinar los pasos a seguir por el alumnado.
Fue instantáneo. Levanté la mano postulándome, sin pensarlo. Algo dentro de mí me impulsó a hacerlo sin meditarlo demasiado. Me aceptaron al instante y me acompañó en el cargo una compañera, Alicia, quien era más grande que yo por haber repetido el año dos veces.
La asamblea fue desordenada, fogosa, desgastante, pero intensa. Los alumnos de cursos superiores llevaban el ritmo con una pasión envidiable. Por primera vez oía hablar de clasismo, reforma agraria, materialismo. Escuchaba nombres como Fidel, el Che, Mao. Oía pestes sobre el imperialismo, el capitalismo, los gorilas. Pero también cosas maravillosas como participación, imaginación, futuro.
Algunos conceptos escapaban a mi comprensión, pero la esencia era captada por todos: queríamos cambiar las cosas, felicidad para todos, igualdad de oportunidades, terminar con estructuras arcaicas.
Finalmente se decidió la toma del colegio y se eligió a quienes harían la vigilia esa y otras noches. No pude ofrecerme para eso, mis viejos se hubieran opuesto totalmente y yo todavía no era demasiado rebelde como para enfrentarlos. Alicia no tuvo problemas en ser parte del grupo pernoctador.
Al día siguiente, la escuela era un caos. Basura por todos lados, frazadas tiradas, puchos “extraños” por doquier. Pero el clima seguía siendo fascinante.
Mi hermano Gustavo cursaba el último año y era compañero del presidente de la asamblea y del secretario. Cuando salí al patio vi a los tres charlando mientras fumaban (algo impensable en otras épocas). Gustavo me hizo seña para que me acercara a ellos. Era mi oportunidad de charlar con quienes admiraba, saber de primera mano los próximos pasos a seguir en pos de una reforma educativa. Grande fue mi sorpresa al oírlos tan “terrenales”: su único tema de conversación fue sobre las infinitas posibilidades que se les presentaba con las minitas del colegio, al estar en tan privilegiada posición.
Excusándome, me alejé para buscar a mi compañera delegada. No la hallé hasta muy tarde, en plena asamblea. Estaba bastante demacrada, pero con al ánimo elevado. Me contó que no hubo problemas a la noche, y que seguramente se repetiría la experiencia. Me encantó que estuviera comprometida con la causa y se lo hice saber. Me miró extrañada y se río con ganas, para luego irse con un muchacho delegado de tercero, quien también lanzó una carcajada al mirarme. Empecé a intuir que en las jornadas nocturnas no todo era charla revolucionaria.
En ese tiempo fue cuando cambiaron la materia Instrucción Cívica por ERSA (Estudio de la Realidad Social Argentina) con un programa mucho más abierto y progresista. Nuestro viejo “gorila” tuvo que adaptarse y enseñar los nuevos lineamientos que, seguramente, le provocarían más de una úlcera.
En Junio volvió Perón a la Argentina después de 17 años de exilio y fue cuando tuvo lugar la histórica “Masacre de Ezeiza”. El 13 de julio Cámpora, al retirarle Perón su apoyo, presenta su renuncia con lo que permitía la realización de nuevas elecciones. La derecha peronista comenzaba a hacer su trabajo.
El cuerpo de estudiantes ya había abandonado la toma del colegio y las clases siguieron su ritmo habitual. La materia ERSA duró cuatro meses, pero aún se recuerda como un verdadero avance pedagógico.
En cuanto a nosotros, la vida del país nos llevó a diferentes lugares, físicos y doctrinales. Algunos tomaron el camino de la lucha armada en la izquierda, otros tuvieron su lugar en la represión, los más mantuvieron la tibieza que permite la supervivencia. Particularmente me sirvió como experiencia formadora que pude aplicar cuando milité dentro del sindicalismo y partidariamente.

Los personeros del terror nos arrancaron amistades, sueños, cosas materiales, pero nunca pudieron con nuestros recuerdos, porque eso quedó arraigado. Fueron los días en que, sin importar distinciones, todos fuimos “revolucionarios”.

FIN

lunes, 2 de febrero de 2009

LAS COLEGIALAS SUECAS SE DESNUDAN

- Dale boludo, no seas cagón.
Hacía media hora que intentaba convencer a Carlos, mi mejor amigo, mientras fumábamos el último cigarrillo del atado de Parisiennes entre los dos, sentados en un banco de la placita.
- No sé, loco. ¿Y si se arma quilombo? –me preguntó.
- No pasa nada. ¿Qué nos pueden hacer si nos agarran? –contesté cancheramente.
- Que sé yo, ahora con los milicos en el gobierno no se sabe.
- Dejate de joder. Mi viejo dice que con la Perona y el brujo de López Rega estábamos peor.
- Igual, no es joda falsificar los documentos –reflexionó.
- Bueno, pero pensá en los beneficios.
- No sé –insistió.
Me jugué la última.
- Una sola cosa te digo –le dije incorporándome.
- ¿Cuál? –quiso saber.
- “Las colegialas suecas se desnudan” –respondí haciendo con la mano el gesto de un letrero.
Esto pareció motivarlo. Dio la última pitada, me sonrió maliciosamente y me dijo:
- Es verdad, vale la pena el riesgo.
- ¡Ese es mi muchacho! –festejé.
Convinimos para encontrarnos, después de almorzar, en su casa.

Era agosto del año 1976 y Rosario anticipaba la primavera. La situación política ni nos rozaba, éramos ajenos a toda esa “historia”. De a poco nos fuimos acostumbrando a la presencia de la dictadura y seguimos con nuestras vidas. Nuestra prioridad era el sexo, en todas sus manifestaciones. Pero no era fácil en ese entonces. Yo estaba saliendo con una piba que, si le metía un beso de lengua, me denunciaba con su viejo por intento de violación. Así que olvidate de poder tocarle una teta o rozarle el culo con la mano. Lo pornográfico costaba un huevo conseguirlo, no era como ahora donde no extrañaría que el Clarín sacara los domingos un suplemento porno. No, había que remarla y mucho. Las pocas revistas que circulaban nos llegaban de pedo, todas ajadas y “manchadas”. Encima eran de viejas peludas que asustaban.
Ese año casi la “pusimos” por primera vez. Un compañero de colegio, Miguel, más grande que nosotros, se ofreció a bancarnos la guita del turno si le hacíamos gamba. Nos condujo a una casa humilde, donde un viejo estaba sentado en una silla en la vereda, a modo de guardián. Saludamos, pasamos y nos acomodamos en sillones que hasta las ratas despreciarían. Mientras aguardábamos, apareció una vieja con una palangana. Pensando que era la sirvienta, y mientras tratábamos de entrever a través de la puerta abierta, le preguntamos a nuestro anfitrión cual era la mina que nos iba a “desvirgar”. Señaló con la cabeza a la vieja y, al convencernos por su gesto que no era joda, decidimos abortar y dejar para otra ocasión el debut. Obviamente, Miguel se quedó para recibir su ración.
En fin, solo nos quedaban las películas. Recién en noviembre se estrenaba la última de Olmedo y Porcel, pero medio que no calentaban demasiado. A propósito, en mayo de ese año le habían cancelado el programa al Negro en la tele por poner, en el primer programa, que había fallecido. La humorada no le gustó a los jerarcas y Olmedo, por dos años, no pudo hacer televisión.
Teníamos cines donde no había drama con la edad, pero no eran recomendables. Estaba el “Sol de mayo”, donde casi siempre daban películas de acción, sobre todo de artes marciales, por las que Carlos deliraba. Se vio once mil veces “Operación Dragón”. Pero en ésas apenas se vislumbraba una teta, con mucha suerte. Había que ir temprano a ese cine, para ocupar los palcos, porque si te tocaba la platea te exponías a escupitajos de todo calibre, más otros fluidos que venían desde arriba.
También íbamos al “San Martín”, donde las butacas se dividían en dos secciones por un pasillo. Si te sentabas en el ala izquierda, era señal de que buscabas “acción”, por lo que al instante se te ubicaba a tu lado un trolo con proposiciones nefastas y de rápida resolución. Las películas ahí eran de toda nacionalidad, con preponderancia de las italianas y suecas. Pero, entre los gritos de la gente, el humo de los fasos, la mala calidad de las pelis, más la acechanza de maricas que no respetaban la delimitación, se hacía engorroso concentrarse en las escenas claves.
Quedaba el mejor, la Meca, el cine que pasaba películas eróticas por excelencia: El Capitol. Butacas decentes, nada de fumar, silencio total, películas de calidad aceptable. Pero si no eras mayor de 18 años, fuiste. Así que, no podíamos esperar dos años más para ver lo que “ya” estaban exhibiendo. Tenía que ser ahora, por lo que falsificar la edad en nuestros DNI se presentaba como la alternativa única.

A las 14 llegué a la casa de Carlos. El viejo estaba laburando y la madre se había ido de sus hermanas. Dejamos la mesa del comedor libre de toda molestia a nuestros fines y nos abocamos a la empresa delictiva. Mientras Carlos buscaba los elementos para tal fin, me puse a hojear El Gráfico que tenía en la tapa la foto del Boca bicampeón, bosteros culones. La dejé a un lado cuando volvió mi amigo y analizamos la cuestión. Teníamos que cambiar el año de nacimiento, 1960, por dos años menos, 1958. Para practicar, empecé con una de las últimas páginas del documento, usando una hojita de afeitar para despellejar lo que parecía tela. Los dos transpirábamos profusamente y era tal la tensión que, cuando sonó el timbre, dimos un respingo del cagazo.
- ¿Quién será? ¿La cana? -preguntó asustado Carlos.
- Pero no, boludo. Asomate por la ventana y fijate -le ordené.
Con cautela corrió apenas la cortina.
- ¡Es el Gordo Rodolfo! –me susurra.
- No le demos bola.
- No, ya me vio.
- Atendelo afuera.
- Tampoco, está lloviendo.
Pensé un momento.
- Bueno, esperá que tapo un poco y hacelo entrar.
Así hizo. El Gordo entró sonriendo como siempre.
- ¿Qué pasa que tardaban, maracas? ¿Se estaban tocando? Jaaa.
- ¿Qué hacé, Gordo? –lo saludé.
Debió darse cuenta por nuestros semblantes, porque al instante preguntó:
- ¿En qué matufia andan ustedes?
Y empezó a mirar por todo el comedor, hasta ver, debajo de una servilleta, un documento. Se acercó y lo tomó, percatándose de nuestra labor.
- Uy, feo feo. ¿Y esto? –preguntó.
- Nada, dejá. Es para entrar al Capitol.
El Gordo asintió con la cabeza.
- “Las colegialas suecas se desnudan” –dijo como entendiendo.
- Si, ¿la viste?
- Dos veces. Peliculón. Cada vez que me acuerdo se me p…
- Sin detalles –pidió Carlos.
Rodolfo era mayor que nosotros y, como era repetidor, íbamos al mismo curso. Miró los elementos y nos aleccionó:
- Pero no tenés que usar una yilé, porque, si fallás, rompés todo. Mejor es un aguja grande, pero con punta.
- ¿Y vos cómo sabés eso? –quise saber.
- Porque falsificaba el boletín para que mi viejo no viera los aplazos de segundo trimestre, después si zafaba el último, no se iba a enterar.
Me reí pensando que fue en vano, ya que el Gordo no zafó y tuvo que repetir.
- Hacelo con la aguja y después usá birome del mismo color, no tinta porque se corre.
Aceptamos de buen grado las sugerencias y lo despedimos, asegurándonos de su silencio.
- Nadie se tiene que enterar, sobre todo de estas cosas.
Igual le regalamos un atado de fasos y continuamos con nuestra faena. El resultado nos convenció y quedamos en vernos antes de entrar al colegio, a la nochecita.

Como no había obligación de usar uniforme en nuestra secundaria, solo una corbata de pésimo diseño, guardamos ésta en el bolsillo y ya nada podía identificarnos como estudiantes, puesto que las carpetas las habíamos dado a compañeras para que nos las tuvieran hasta la vuelta de nuestra “chupina”. Fuimos en colectivo hasta el centro y encaramos decididamente hacia el cine. No había mucha gente en la cola, unos diez hombres con cara de nada, sin demostrar urgencia para entrar (aunque deberían tenerla). Nosotros estábamos muy tensos, nerviosos, ansiosos, pero decididos. El afiche de la película de nuestros sueños nos invitaba al delito. Cuando llegamos a la boletería, un tipo con patillas a lo Sandro nos pregunta cuantas queríamos, las arranca, nos las entrega y nos cobra, sin levantar la mirada. Me quedé clavado en mi sitio, mientras Carlos enfilaba para donde estaba el acomodador.
- ¿Esta película es prohibida? –le pregunto al émulo del “Gitano”.
- Prohibida para menores de 18 años, con reserva –me dice impertérrito.
- Entonces, ¿por qué no me pedís los documentos? –le digo insensatamente.
El tipo levanta la mirada y me dice:
- ¿Vos sos mayor de 18?
- Eh… si, claro, obvio..
- ¿Entonces?
Le iba a contestar, cuando siento que Carlos me tira de la manga para llevarme.
- ¿Qué hacés, pelotudo? –me susurra temblando.
- Nada, boludo. Pero me da bronca. Toda la tarde con un cagazo de la concha de su madre, y este pelotudo no me deja mostrarle lo que tanto nos costó.
- ¿Y qué tiene? ¿Querés un premio? –me dice ya desesperado.
Llegamos donde el acomodador, quien nos pide las entradas para cortarlas y dejarnos pasar. Carlos le da la suya y encara para el fondo. El viejo me mira, agarra la entrada, la corta y me deja pasar. Ahí estallé.
- Eh, viejo ¿acá tampoco?
- ¿Tampoco qué? –me pregunta el adormilado tipo.
- No piden los documentos para ver si uno es mayor o no de 18.
- ¿Para qué?
- ¿Cómo para qué? ¿Cómo para qué?
De repente aparece un grandote, bien empilchado, que terminó siendo el gerente del cine.
- ¿Qué pasa pibe? ¿Algún problema?
- Pasa que no puede ser que no pidan los documentos para corroborar que uno sea mayor de…
- A ver, dame los documentos –me interrumpió.
Se los di, ya en pleno delirio. Los miró detenidamente, me miró, dio vuelta una página y dijo:
- Vení, acompañame a mi oficina.
Cuando busqué con la mirada a Carlos, ya se perdía en la oscuridad con un gesto de “¿Y qué querés que haga? Ahora arreglátelas solo”.

Cuando salió mi amigo, yo estaba sentado en el cordón de la vereda (todavía no era peatonal).
- ¿Y? –me preguntó.
- Nada. Me cagó a pedos y me dijo que se dio cuenta de que estaba falsificado por el número del documento, que no podía ser. Cuando confesé, me dejó ir diciéndome que tenía suerte de que estaba de buen humor y no me iba a entregar a la cana. Y vos, ¿cómo te fue?
Mientras encendía un faso, me dice, displicentemente:
- See, ahí, más o menos.
Yo sabía cuando mentía.
- Fue espectacular, ¿no?
Me miró con una sonrisa explicativa.
- No sabés… De todo, culos, tetas, besos entre minas…
- ¡Pará! Seguime contando en el colectivo, que se hace tarde y mi vieja se pone como loca.
Mientras nos incorporábamos para ir a tomar la F, miré por última vez el afiche y me pareció que una de las colegialas suecas me hacía un rictus de resignación.

Mucho tiempo después, y mientras purgaba una condena por falsificación de cheques, recordaba esa anécdota y de lo cerca que estuvimos de transformar una “travesura” en una desgracia para nuestras familias. La Edad Oscura había comenzado en nuestro país y nosotros no nos habíamos percatado.

FIN